Título: España. Libro Blanco de la Defensa 2000 - Capítulo I
CAPÍTULO I
EL ESCENARIO ESTRATÉGICO
Desde la caída del Muro de Berlín en 1989, la comunidad occidental ha dado muestras de una flexibilidad y un dinamismo desconocidos durante la Guerra Fría, cuando todos los esfuerzos se polarizaban en la contención de una amenaza concreta. A lo largo de la década que ahora finaliza, se ha puesto de manifiesto una voluntad mayoritaria y constante de abrir cauces de diálogo, de intensificar la cooperación, de robustecer las organizaciones de seguridad compartida e incluso de establecer nuevos lazos de asociación, todo ello con el propósito de consolidar una situación internacional, tantos años esperada, de verdadera paz entre las naciones, sin confrontaciones ni tensiones, en la que sean posibles la libertad y el progreso de todos sus ciudadanos.
Sin lugar a dudas, la década de los años noventa pasará a la historia como la que marcó el final del enfrentamiento Este-Oeste. Liberada la humanidad de la amenaza real de holocausto nuclear, de la que se sentía prisionera, se abrió paso el convencimiento de que el concepto de seguridad sobrepasa al de defensa. En un inesperado clima de entendimiento entre los países pertenecientes a los antiguos bloques antagónicos, se firmaron tratados y se alcanzaron acuerdos sobre control de armamentos, desarme, prevención de conflictos y gestión de crisis.
También se adoptaron medidas de fomento de la confianza y de la seguridad, gracias al diálogo y a las negociaciones que han tenido lugar en el seno de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa. En el Apéndice A se recogen con mayor amplitud los aspectos más relevantes de las iniciativas que transformaron el escenario estratégico.
Pese a todo ello, no podemos calificar la situación internacional como realmente estable. En los albores del siglo XXI la esperanza de un mundo en paz se ve ensombrecida por la aparición de nuevas tensiones y conflictos, provocados en la mayoría de los casos por factores de inestabilidad, consecuencia de diferencias étnicas, religiosas y culturales, de históricas reivindicaciones territoriales y de nacionalismos irredentistas o excluyentes, largo tiempo olvidados bajo el peso del orden geopolítico anterior. A ello se unen los problemas sociales generados en el tránsito a las libertades políticas y económicas que delinean un nuevo panorama de riesgos, entre los que destaca el de proliferación de armas de destrucción masiva y sus medios de lanzamiento, que podrían llegar a representar amenazas importantes para la seguridad.
Los genocidios y explosiones de violencia que han padecido ciertos países de África, el largo conflicto de Oriente Medio o los frecuentes enfrentamientos y crisis que tienen lugar en Asia son muestras evidentes de que la paz en el mundo es todavía una meta lejana. Y en esto Europa no es una excepción, como han puesto de manifiesto las sucesivas crisis balcánicas, desencadenantes de conflictos armados en el propio suelo europeo, algo que sólo se nos antojaba posible en otras regiones del mundo.
En resumen, aunque la década de los años noventa haya nacido marcada por la Guerra del Golfo Pérsico y sufrido el largo y cruel conflicto de los Balcanes, puede afirmarse que, en general, ha transcurrido como un período en búsqueda de la seguridad y de la estabilidad internacionales dentro de un nuevo espíritu de cooperación.
La globalización del escenario estratégico
La globalización de la actividad humana es una de las características fundamentales del escenario estratégico en el comienzo del nuevo siglo. Vivimos en un mundo interdependiente, en el cual los muros tienden a derribarse y las fronteras a hacerse cada vez más permeables. Nadie puede considerarse ajeno a lo que sucede en cualquier otra parte del mundo, pues el aislamiento resulta una opción tan ilógica como poco aconsejable. Los prodigiosos avances registrados en los campos de las comunicaciones y de los sistemas de información, los flujos de capitales e inversiones y las relaciones comerciales de extensión mundial han favorecido la integración de los mercados financieros y estimulado la circulación de ideas, personas y bienes. El mundo se ha hecho más pequeño y el proceso de globalización parece irreversible.
Hay razones para considerar que la aceleración del desarrollo y el avance de las nuevas tecnologías son tendencias imparables asociadas al progreso. Su potencial de cambio es enorme y parece indiscutible que aquellos países que dominen el campo de la innovación y apliquen las nuevas tecnologías serán los únicos capaces de afrontar con éxito el futuro. Los que se queden rezagados dependerán de la ayuda que otros quieran prestarles y, en muchas ocasiones, ello se pagará a un alto precio en términos de libertad de acción.
La globalización es, en principio, un factor de estabilidad, pues la libertad de comercio y la competencia generan desarrollo. En la medida en que se entrecruzan las economías y se consolida la interdependencia de unos países con otros, las relaciones y los vínculos se ven reforzados y se abre paso la idea de que la inestabilidad es perjudicial para todos. Sin embargo, no se puede asegurar que este desarrollo sea siempre equilibrado ni que la globalización esté exenta de riesgos. Resulta preocupante que las desigualdades entre países en vías de desarrollo y los países industrializados, productores de bienes de equipo de alta tecnología, tiendan a ser cada día mayores. Y este efecto, que aparece como una consecuencia indirecta de la globalización, es más difícil de corregir en la medida en que ciertas entidades privadas multinacionales se convierten en centros de decisión, a veces con considerable impacto político y capaces de evadir el control de los poderes nacionales o, incluso, de condicionarlos.
Quiere ello decir que la globalización como factor de progreso también lleva aparejado un germen de inestabilidad que, de no adoptarse las medidas correctoras adecuadas, puede ahondar en las desigualdades y crear situaciones potencialmente peligrosas desde el punto de vista de la seguridad. Para evitarlas se hace preciso encontrar soluciones a los desequilibrios políticos, económicos o demográficos, aunque sean internos o regionales, lo que sólo parece posible mediante el diálogo y la cooperación.
Cualquier medida política enfocada a reducir la distancia entre los países desarrollados, tecnológicamente mejor preparados y con perspectivas de futuro más halagüeñas, y aquellos otros en vías de desarrollo representa una valiosa contribución a la estabilidad. Indudablemente, el mundo será más seguro y habitable cuanto menos pronunciado sea el desnivel económico, social y cultural entre las comunidades humanas que lo constituyen.
El escenario europeo de seguridad
En este panorama de interdependencia económica y de búsqueda de convergencia política en cuestiones de seguridad, en los últimos años se ha asistido al nacimiento de veintidós Estados en el Centro y Este de Europa y en su vecindad. Se trata de países que no hace mucho tiempo formaban parte del bloque soviético o que se declaraban no alineados, algunos de los cuales se encuentran hoy en pleno proceso de incorporación al modelo occidental, aunque arrastren como lastre dificultades internas de variada naturaleza.
[Ver Figura 1
]
La apertura de Europa Occidental a estas naciones supone un proceso natural de aceptación y apoyo a sus incipientes democracias y facilita su acceso a un mundo basado en la libre competencia y su incorporación a las instituciones que conforman la comunidad occidental. Ello plantea, sin lugar a dudas, un reto adicional a los procesos de construcción europea y de renovación de la Alianza Atlántica. Es necesaria una combinación adecuada entre solidaridad y realismo, pues no se puede olvidar la reserva con que Rusia observa la incorporación de sus antiguos aliados a organizaciones a las que sigue mirando con cautela.
La situación política y estratégica europea ha propiciado una era de mayor seguridad, al menos para la mayoría del Continente. Decisiones e iniciativas como la aplicación del Tratado sobre Fuerzas Convencionales en Europa; la adopción de medidas de transparencia y de fomento de confianza y seguridad; los recientes avances en el campo del control de armamentos, en particular la implementación de la Convención sobre Armas Químicas, la Convención sobre Armas Biológicas y Tóxicas y la Convención de Otawa sobre prohibición y destrucción de minas antipersonal; el control sobre el cumplimiento de los acuerdos de Dayton; la extensión indefinida del Tratado de No Proliferación Nuclear; las nuevas reducciones en los arsenales nucleares que deben producirse tras la ratificación del Tratado START II por parte de la Federación Rusa y las negociaciones del START III, han transformado profundamente el escenario internacional, favoreciendo el establecimiento de unas nuevas relaciones, basadas en el diálogo, la cooperación y la asociación entre antiguos adversarios, y han hecho desaparecer la amenaza de un ataque masivo y potencialmente inmediato.
Emerge así una nueva Europa caracterizada por la complejidad de su arquitectura de seguridad, edificada sobre organizaciones internacionales que, aunque nacidas en momento histórico ya muy distante, han demostrado en mayor o menor grado su vigencia y capacidad de adaptación a las exigencias del presente. Naciones Unidas (ONU), la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), la Alianza Atlántica (OTAN), la Unión Europea Occidental (UEO) y la propia Unión Europea (UE) refuerzan mutuamente sus actuaciones en un continente cuya seguridad requiere una variedad de instrumentos capaces de responder a la complejidad de su estructura geopolítica.
[Ver Figura 2]
Constituida para la defensa de sus miembros en Europa y América del Norte, la OTAN expresa no sólo las vinculaciones atlánticas de la seguridad europea, sino la voluntad de hacer frente a los riesgos planteados por la inestabilidad en regiones colindantes con el área definida en su Tratado fundacional. La Asociación para la Paz, el Consejo de Asociación Euroatlántico, el Acta Fundacional OTAN-Rusia, la particular relación con Ucrania y el Diálogo Mediterráneo formalizan los esfuerzos de colaboración para extender la seguridad a todo el ámbito euroatlántico.
La seguridad de Europa abarca inevitablemente la dimensión mediterránea del continente, importante no sólo para las regiones meridionales sino para Centroeuropa, que en los Balcanes se asoma al Adriático. El Mediterráneo es un área de contrastes y desequilibrios en los órdenes político, económico y social y, en consecuencia, propenso a la inestabilidad. Hay que destacar, sin embargo, que los países de la cuenca constituyen un entorno con sus características particulares y su propio potencial de desarrollo, donde todos están llamados a trabajar juntos y a cooperar unos con otros.
Para dar solución a los problemas de seguridad en el Mediterráneo y crear un espacio de paz y estabilidad es preciso que exista comunicación y confianza entre una y otra orilla, propósito al que tienden diversos foros de diálogo, como los que tienen lugar en el seno de la Alianza Atlántica y en el Proceso de Barcelona de la Unión Europea, ambos complementarios entre sí y auspiciados y promovidos por España.
[Ver Figura 3]
En este escenario internacional, los factores ideológicos han cedido protagonismo en favor de los económicos y sociales, con un pragmatismo que refuerza la necesidad de adaptarse a la nueva situación. En Europa, donde los cambios son más visibles, las iniciativas para impulsar los procesos económicos y políticos de integración -entre los que la unión monetaria podría ser un paradigma- y el desarrollo de la cooperación entre antiguos adversarios, en todos los campos pero particularmente en el militar, abren las expectativas de un futuro quizá incierto, pero desde luego, prometedor.
Panorama de riesgos
Durante la Guerra Fría la estabilidad mundial descansaba en la bipolaridad. Desaparecido el temor a las consecuencias de un conflicto generalizado y a la amenaza de la destrucción mutua asegurada, diversos focos de inestabilidad ofrecen hoy un panorama de riesgos e incertidumbres de carácter multidireccional y multifacético y configuran una situación internacional ciertamente complicada. El mundo afronta riesgos derivados principalmente de la tensión social generada por los desequilibrios económicos, la explosión demográfica, los déficits democráticos, las agresiones al medio ambiente y la confrontación entre diferentes culturas.
En términos globales, al desaparecer los bloques, las relaciones internacionales han adquirido mucho mayor dinamismo y es más probable la aparición de crisis, que ya no se centran, como antes, en la adscripción de los Estados afectados a determinadas zonas de influencia de las superpotencias. Las situaciones adquieren, así, mayor complejidad que en el pasado, como pone en evidencia el elevado número de conflictos que el mundo sigue padeciendo.
En la etapa histórica anterior, gran parte de Eurasia giraba en la órbita de la Unión Soviética. Hoy, con la desaparición del Pacto de Varsovia, se ha desvanecido la posibilidad de una agresión a gran escala en la región euroatlántica, pero no se ha conseguido todavía una verdadera situación de estabilidad en el Centro y Este de Europa, tras el vacío dejado por la antigua Unión Soviética.
Sin embargo, los Estados que han recuperado su libertad de acción en el exterior se encuentran en un proceso de incorporación a la comunidad internacional sembrado de dificultades, derivadas tanto de la reconstrucción de sus sociedades civiles como de su toma de posición en relación con sus vecinos y con el resto de mundo. En este delicado tránsito a la libertad, la democracia y la economía de mercado, se producen tensiones a las que Europa no estaba acostumbrada y que pueden encerrar un germen de inestabilidad.
La inestabilidad es, por tanto, un fenómeno de nuestro tiempo, y un riesgo que es preciso tener muy en cuenta, tanto más porque sus consecuencias, en un escenario globalizado como el actual, pueden llegar a afectarnos a todos. También es causa de incertidumbre, ante la posibilidad, sin duda real, de que llegue a desaparecer el clima de confianza, seguridad y cooperación creado en el mundo de las postrimerías del siglo XX.
En primer lugar, aunque actualmente no se manifiesten amenazas de esta índole, no puede descartarse que un posible deterioro de la situación, a largo plazo, plantee de nuevo la posibilidad de una agresión de gran envergadura, pues debe tenerse muy en cuenta que siguen existiendo arsenales nucleares de gran magnitud. Este es un riesgo que, por su trascendencia, debe ser conjurado mediante la prevención, la cooperación y el mantenimiento de capacidades militares que permitan reaccionar ante un eventual cambio de escenario.
En segundo lugar, es particularmente inquietante la posibilidad de proliferación de armas de destrucción masiva -nucleares, químicas y biológicas- y de sus medios de lanzamiento, que constituyen un grave factor de inestabilidad por alterar el equilibrio estratégico y ser de efectos extremadamente dañinos. Las medidas de control y la lucha contra la proliferación de armamentos se encuentran con la dificultad añadida de que muchas de las tecnologías empleadas también son de uso civil -las conocidas como de "doble uso"- y están disponibles en las redes de comercialización, que son cada vez más sofisticadas. Por ello, el control que precisa este tipo de tráfico exige una estrecha coordinación internacional realmente difícil de conseguir en la práctica.
Por otra parte, el desequilibrio económico entre países desarrollados y países en vías de desarrollo constituye un factor de tensión muy a tener en cuenta en el nuevo escenario estratégico. Para que no se convierta en riesgo, una postura pragmática por parte de Occidente exige, sin duda, soluciones en el campo de la cooperación y la ayuda al desarrollo, complementadas con medidas de control de armamentos, lucha contra la proliferación de armas de destrucción masiva y, por descontado, con el mantenimiento disuasorio de una capacidad militar decisiva.
En el campo económico, dada la amplitud de los mercados de todo tipo, incluso los de recursos energéticos y materias primas, una crisis aparentemente lejana puede tener repercusiones de gran trascendencia para el funcionamiento del sistema económico general, hasta el punto de que una alteración importante en el flujo de recursos básicos puede representar una verdadera amenaza para la estabilidad.
El desequilibrio demográfico induce movimientos de población que deben ser controlados para ajustarlos a la evolución del factor trabajo, evitando, en todo caso, el tráfico ilícito que supone la inmigración clandestina. Mayor gravedad representa la posibilidad de que se produzcan desplazamientos humanos masivos ante situaciones de violencia o carencia extrema de recursos vitales.
El dinamismo social y tecnológico del mundo de nuestros días es tal que la lucha contra la delincuencia organizada apenas puede ya plantearse bajo una perspectiva estrictamente interna, pues adquiere dimensión internacional. Así, el enorme desarrollo internacional de los medios de transporte y comunicación implica una gran dificultad a la hora de organizar eficazmente la represión del crimen organizado transnacional, otra gran lacra de nuestro tiempo que se manifiesta, principalmente, en actividades de narcotráfico y terrorismo. La seguridad adquiere, con ello, una complejidad que lleva a formular un concepto más amplio que permita coordinar los distintos elementos de los que se dispone para proteger a la sociedad.
Nueva fisonomía de los conflictos
Ante el panorama de riesgos actual y previsible, es muy poco probable que en un futuro inmediato o a medio plazo puedan volver a surgir guerras totales, como las que caracterizaron la primera mitad del siglo XX, y todavía más escasa es la probabilidad de un intercambio generalizado de ataques con armas nucleares; se acentuarán, por el contrario, algunos de los rasgos ya presentes en los conflictos que se están produciendo hoy.
Es pues razonable opinar que los futuros conflictos serán de alcance limitado, tanto en finalidades y en objetivos políticos como en los medios empleados. La limitación de los conflictos representa, de alguna manera, un retorno a épocas pasadas y el abandono del modelo de confrontación total del siglo XX, que, en la era nuclear, podría conducir a situaciones en las que todas las partes en conflicto serían perdedoras y ninguna podría alcanzar sus objetivos políticos.
En estas circunstancias, la Guerra Fría refrendó, en el terreno práctico, la abstención del uso generalizado de la fuerza como medio de resolución de los conflictos, del mismo modo que la Carta de las Naciones Unidas había supuesto, ya en 1945, la condena de la guerra como acto ilícito para dirimir las controversias internacionales, fuera de los límites de la legítima defensa. En ese marco, ya histórico, lo verdaderamente importante era la necesidad de evitar la gran guerra, aunque se produjesen conflictos menores o limitados en los que se manifestaban las tensiones entre los grandes bloques.
Superada ya esa etapa, la comunidad internacional aspira a la verdadera paz, una situación en la que los riesgos que se ciernen sobre la estabilidad internacional queden conjurados en beneficio de la seguridad y el progreso de los pueblos. Para ello es preciso, ante todo, adelantarse a las causas de cualquier posible conflicto, en esto consiste la prevención. Deberá, además, desalentarse a todo potencial agresor, función de la disuasión. En último extremo, si el quebrantamiento de la paz llegase a producirse, será preciso gestionar la crisis.
En este sentido hay que destacar la importancia de la acción diplomática, cuyos esfuerzos, incluso durante el desarrollo de las operaciones, son un medio imprescindible para negociar los intereses en juego, evitando que lleguen a hacerse críticas las causas de todo posible conflicto, ofreciendo una alternativa a su escalada, si ésta llega a producirse y, si durante su desarrollo se desencadena el enfrentamiento armado, limitar al menos su intensidad y duración y controlar sus resultados.
Con cierta frecuencia, los conflictos se originan en el interior de Estados que toleran reiteradas y gravísimas violaciones de los derechos humanos, el sufrimiento o la muerte de un gran número de personas e, incluso, en ocasiones, verdaderos genocidios, situaciones todas ellas ante las cuales la comunidad internacional no debe permanecer impasible.
La conculcación de los derechos humanos y la necesidad de evitar sufrimientos a la población civil constituirán, cada vez más, una preocupación prioritaria en el aspecto de seguridad, como posibles factores desencadenantes de conflictos. Por todo ello, cabe esperar que la actuación de las naciones occidentales se oriente hacia la defensa de valores e intereses comunes, como el mantenimiento de la paz y de la estabilidad internacionales, más que a la defensa territorial.
Aparece, así, la paz como valor universal y la estabilidad, que la hace posible, como un interés ampliamente compartido por las naciones. Consecuentemente, la existencia de un sistema que asegure la prevención, la disuasión y, en su caso, una respuesta eficaz ante un posible quebrantamiento de la paz en una situación de crisis preocupa a la comunidad internacional en su conjunto.
En estas circunstancias, la legitimación para el empleo de la fuerza residirá en la comunidad internacional, a través de las organizaciones internacionales, muy especialmente de las Naciones Unidas, aunque en caso de bloqueo del Consejo de Seguridad, la actuación bajo el principio de injerencia humanitaria podría llegar a constituir la respuesta de la comunidad internacional en los casos de flagrante violación de los derechos humanos. En la zona de operaciones, la población puede no ser sólo víctima, sino convertirse en el objetivo de la violencia y en rehén de quien la provoca, circunstancias que deberán tenerse en cuenta en la determinación de las posibles líneas de acción.
La multinacionalidad será probablemente otra de las características de los futuros conflictos. El interés compartido por la comunidad internacional de evitar su desarrollo y expansión excede el ámbito puramente territorial e inducirá a los Estados a emplear sus fuerzas, aún a gran distancia de sus fronteras, con el decidido propósito de preservar de la mejor manera posible la estabilidad internacional.