VENEZUELA: LECCIONES DE UNA CRISIS
Por Sebastián Muñoz
Si una lección nos ha dejado la experiencia venezolana reciente es que la posibilidad de cambio en América Latina marcha sobre canales demasiado estrechos.
Tal sugerencia no resulta una apelación crítica desenfundada desde lo mas profundo de un voluntarismo frustrado ante actitudes más o menos reprochables, sino la aceptación tácita de la restricción. Si se quiere, un genuino producto de cierto realismo escéptico. Aunque de ninguna manera supone resignar la posibilidad de pensar el cambio y mucho menos de intentar gestionarlo. Después de todo, la superación es impulso innato de la humanidad.
Y no es que el cambio sea indeseable o impracticable sino que los consensos resultan difíciles de construir en un mundo en el que los actores afectados a su concreción no solo no son exclusivamente nacionales sino que el apego que manifiestan a reglas de convivencia reconocidas y aceptadas se resiente bajo la presión de intereses diversos.
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Es una evidencia comprobable en el discurso y en la práctica que el gobierno de Hugo Chávez se ha propuesto presentarse como gestor de ese cambio. Partiendo de este hecho, que supongo indiscutible, cabría preguntarse lo siguiente: ¿la crisis política encuentra sustento en la forma en la que ese cambio se decide y opera, o en la naturaleza misma del cambio?. Responder este interrogante nos conduce a desenmarañar la compleja trama que explica el intento golpista de Abril. Sin embargo, la respuesta no es tan simple. De hecho, comprometerá ambos planos de la cuestión tal como fue formulada.
Un entredicho en torno a las formas pone necesariamente sobre la mesa el problema de la democracia. Y aunque su institucionalidad no fue violentada desde el gobierno nacional las prácticas políticas tanto del oficialismo como de la oposición tensionaron la gobernabilidad del sistema. La exaltación conciente de la polarización social, la corporativización de la política, la sistemática descalificación de personalidades y roles, la movilización en demostración de fuerza, la renuncia miope a la construcción de grandes consensos, y por último, la apelación a las Fuerzas Armadas para alterar la balanza (¿o acaso no hablamos de la imposibilidad de construir la hegemonía política bajo las reglas de la democracia?); constituyeron el arsenal de maniobras que unos y otros pusieron en marcha haciendo evidente un sentido estrecho de responsabilidad ciudadana. El resquebrajamiento moral del régimen democrático anticipó el vaciamiento de contenido de la política cuyos residuos terminaron de ser liquidados en un nuevo e invariable escenario: la calle.
Sin embargo, con esto no decimos demasiado. Aún nos movemos entre los efectos prácticos de problemas estructurales. El siguiente paso sería interrogarnos sobre las causas de tales comportamientos. Menuda pregunta.
¿Débil arraigo de una cultura política democrática?. Posiblemente, pero en todo caso esta explicación sirve de sustrato general y no da específica cuenta de la crisis actual.
¿Naturaleza del cambio?. En efecto, me siento inclinado a pensar que en los términos de la transformación propuesta por la "Revolución Bolivariana" deben buscarse parte de las causas del comportamiento político de los actores. La promoción/obstaculización del cambio, o parte de él, se percibió, tanto desde el gobierno como desde la oposición, como asunto vital para la propia reproducción política, económica y social Y aunque afirmar tal cosa podría justificar la intensidad con que los actores defendieron sus posiciones de máxima no logra explicar frente al "discernimiento ingenuo" de aquellos que no creemos en la ética maquiavélica la adopción de prácticas que como reconocimos con antelación resultaron nocivas a la convivencia democrática.
Un argumento explicativo no debería obviar el grado de descomposición en el que ha incurrido el sistema político venezolano desde hace un par de décadas atrás. Encontraríamos entonces que la fragilidad de las estructuras de intermediación política -las tradicionales están sumamente debilitadas y las recién nacidas son estructuralmente escuálidas- en combinación explosiva con la discontinuidad de los circuitos de concertación (elitista) imperantes durante 40 años favorecieron la adopción de cursos de acción directa por fuera de los mecanismos institucionales de procesamiento de la pluralidad.
Bajo tales circunstancias, las estrategias de acumulación política reforzaron los mecanismos de identificación negativa del "otro" en tanto voluntad a quebrantar. En otros términos, se buscó capitalizar políticamente la activación de líneas de fractura social existentes en clivajes políticos (autoritarismo-democracia, chavismo-antichavismo, democracia participativa-democracia elitista, revolución-reforma, revolución-reacción), socio-económicos, culturales y raciales. El efecto ineludible de este comportamiento resultó ser el incremento exponencial de la conflictividad en el campo de las relaciones sociales.
Las Fuerzas Armadas concurren a los acontecimientos como recurso final de estas estrategias de acumulación de poder. Y la receptividad que mostraron debiera abrir serios interrogantes en torno al profesionalismo y vocación democrática que declaran encarnar.
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Otro de los aspectos que el caso venezolano ha instalado en la opinión pública latinoamericana es la sorprendente fragilidad de los consensos internacionales en torno a la vigencia de la legalidad democrática cuando esta se contrapone a los intereses particulares de algunas naciones o agencias internacionales.
Desde hace unas décadas, tal vez más, y cada vez con mayor contundencia, se nos recuerda que las soluciones pensadas desde el ámbito local también pueden ser objetables y desmantelables desde el ámbito internacional. Aún, si esto supone vulnerar principios de convivencia y gobierno por todos aceptados como ideales, y supuestamente condicionantes de la buena voluntad de la comunidad internacional y sus organizaciones.
La globalización ha afectado profundamente el carácter soberano de nuestras naciones restringiendo sensiblemente el campo en los que un Estado puede tomar decisiones autónomas sin temor a afectar intereses diversos. Sean estos comunes a toda la humanidad o privativos de alguna porción de ella.
La experiencia venezolana también ha dejado lecciones en este sentido. Alto perfil, bajo alineamiento y posesión de recursos naturales de vital importancia resulta ser en estos agitados días una combinación demasiado difícil de sostener en el tiempo para pequeños y medianos estados,
Lo interesante es que para desembarazarse de esta incómoda ecuación no se ha evitado incurrir en una abierta contradicción con ciertos principios liberales venerados en tanto pilares de una saludable convivencia internacional. Se creyó conveniente justificar la ruptura institucional y disponerse a respaldar con reconocimiento diplomático y generosas líneas de crédito a un gobierno cuyas credenciales democráticas desde un principio fueron cuestionables.
En esta tesitura, el caso de los Estados Unidos -cuyo vinculo con el golpe es cada vez menos objetable- es sumamente turbador para nuestra región. Y sin embargo el menos imprevisible. Lo que también es muy turbador. Para referirnos tan solo a los antecedentes inmediatos, desde la llegada de los republicanos a la Casa Blanca y más acentuadamente luego de los dramáticos acontecimientos del 11 de septiembre, Washington ha adoptado el unilateralismo como forma de vinculación con el resto de las naciones. Indicadores sobran. Resúmanse en el repetitivo rechazo a participar en las grandes decisiones de la comunidad internacional resintiendo la capacidad de gestión del planeta sobre determinadas problemáticas. En las cruzadas bélicas que lidera alrededor del orbe y en la amenaza casi permanente de emprender otras. En la justificación de algunas llevadas adelante por terceros. En la contradicción permanente entre lo que impone (por ejemplo, disciplina fiscal o libre comercio) y lo que se autoimpone. Y en otros tantos que podrían ocupar varios renglones.
No deben buscarse ni condenas ni acusaciones en estas palabras. No a priori. No antes de intentar comprender por qué y cómo llegan a decidirse esos cursos de acción. Sin embargo, me temo que este no sea el espacio para un análisis de esa cuantía. Baste señalar aquí que la política exterior republicana ha mostrado una notable permeabilidad a lecturas unipolares del mundo sobretodo a partir de la creciente securitización de su agenda externa. Históricamente, ante situaciones percibidas como críticas, los Estados Unidos no ha admitido economía de esfuerzos ni reestricciones normativas con el fin de proveer a su seguridad nacional. Por supuesto que esta afirmación reconoce ciertos matices en el mundo actual. Y por más que pudiéramos afirmar que Washington se auto-percibe como poder hegemónico a nivel mundial debería entender también que esa hegemonía no es omnicomprensiva por más que lo quisiera. Le es suficiente para postergar ciertos compromisos globales, para violentar ciertas reglas de convivencia o para imponer algunos de sus puntos de vista y soluciones. Pero no es suficiente para limar algunas cuestionamientos sobre la legitimidad de esas acciones.
Algunos meses atrás, el diario argentino Clarín recogió en sus páginas un documento cuya autoría corresponde al ex primer ministro francés Michel Rocard. En sus párrafos finales el ex funcionario socialista expone con meridiana llaneza una realidad inquietante y potencialmente sojuzgante: "ya se trate de paz o de guerra, de desarrollo, estabilidad financiera, lucha contra la desigualdad o la delincuencia una mejor regulación mundial comprende ahora un problema dominante del que dependen todos los otros: la unilateralidad que los republicanos norteamericanos imponen al resto del mundo e incluso al 45 % de su propio país. No hay ninguna prioridad política más vital ni más inmediata que la búsqueda de una alianza de todos los que, ricos o pobres, aspiren a la democracia en un mundo con reglas equitativas, estables y respetadas que contrarresten esa peligrosa hegemonía. No es momento de subrayar diferencias. Pero si se gana ese combate, entonces, y solo entonces, vamos a proteger nuestras particularidades" (Clarín, Sección Opinión, 25 de Febrero de 2002, pp. 20-21).
Cuestiones como el narcotráfico, el terrorismo, la conflictividad social y el ALCA, entre otros, vaticinan tiempos difíciles para América Latina. Como aliciente siempre está la posibilidad de que los Estados Unidos vuelva sobre sus pasos producto de un ejercicio de autocrítica o bien, si es que este es el signo de los tiempos, reeditar toda vez que sea necesaria la firmeza con que los gobiernos de las naciones latinoamericanas defendieron la democracia en esta oportunidad.